El superpoder de mi viejo

Mi viejo tiene un superpoder que siempre admiré. Tiene ideas bien claras sobre cosas que están bien y cosas que están mal y no se queda callado cuando ve a otras personas actuar mal; va y les dice. Les dice con mucha insistencia. Eso, por sí solo, no sería un superpoder. Lo que lo transforma en un superpoder no es que logre cambiar comportamientos, sino que nunca lo caguen a piñas.

Ejemplos, dame ejemplos.

Si va manejando lentamente en una calle de un solo carril y el conductor de atrás le hace señales de que se apure (luces, bocinas, algún grito), mi viejo frena el auto, se baja, camina para atrás hasta el otro auto y le pregunta cuál es el apuro. Y suele tener largas conversaciones. Yo no soy de rezar, pero en esas ocasiones rezo y pido no quedarme huérfano ahí mismo.

También tiene opiniones fuertes sobre la importancia de estudiar, de trabajar, de tratar bien a otras personas, de mantenernos activos y sobre muchas otras cosas. Si te ve haciendo algo que está mal, él te habla, te habla, te taladra los sesos hasta que entrás en razón.

Pero, como todo superpoder, el de mi viejo tiene un límite. Conocí su kriptonita un día, a mis 16 años, hace casi 40. Nos habíamos tomado el colectivo 21. Iba bastante vacío y nos sentamos a la derecha, en los dos asientos de la segunda fila. Yo, ventana. Mi viejo, pasillo. Unas paradas después, el chofer prendió un cigarrillo. No recuerdo si ya estaba prohibido fumar en los bondis. Pero mi viejo ya tenía claro que estaba mal. Dos segundos tardó en pararse y acercarse al colectivero. Yo mordí fuerte porque tuve miedo, una vez más, de ver sangre. La sangre de mi viejo en el 21.

Ahí empezó su discurso vehemente. Que el cigarrillo hace mal, que no está bueno para el colectivero ni para los demás pasajeros. Que qué ejemplo está dando, que así no vamos a ningún lado. Pasaron 2 ó 3 paradas. Mi viejo seguía dando lección, yo seguía rezando en voz baja, y el chofer seguía callado, haciendo su laburo, fumando. Los otros pasajeros habían dejado de leer el diario o de mirar por la ventana y se preguntaban si las palabras de mi viejo, que se escuchaban en todo el bondi, finalmente iban a generar la reacción violenta del colectivero que todos veían venir.

Cuando se dio cuenta de que mi viejo no iba a parar, de que si no hacía algo iba a seguir hasta la terminal, el colectivero esperó pacientemente en silencio y antes de arrancar cuando el semáforo ya se había puesto en verde, giró, lo miró fijo a mi viejo, tomó aire y le dijo:

- ¿Sabe lo que pasa? Mi hijo está en Malvinas.

No recuerdo qué pasó después. Me parece que, sin decir nada, mi viejo volvió a sentarse al lado mío. Seguramente hablamos de otros temas. O quizá, nos quedamos callados.

Anterior
Anterior

Cómo ayudar emocionalmente en una crisis

Siguiente
Siguiente

¿Y si es todo al revés?